A continuación ofrecemos una transcripción levemente editada del discurso inaugural de la Presidenta de la Cámara de Diputados Julia Ayala Harris ante el Consejo Ejecutivo de la Iglesia Episcopal, reunido del 17 al 19 de febrero en Linthicum Heights, Maryland.
Obispo Presidente Rowe, miembros del Consejo Ejecutivo, nuestros compañeros eclesiásticos asociados, personal de toda la Iglesia y distinguidos invitados:
Nos reunimos en un momento que exige no solo valentía y claridad, sino también imaginación profética. Los vientos de cambio no solo están cambiando el mundo que nos rodea, sino que nos llaman a reimaginar quiénes somos como líderes de la Iglesia de Cristo. Al igual que los discípulos en aquella barca azotada por la tormenta, es posible que solo veamos las olas amenazadoras. Sin embargo, Cristo nos llama a mirar más profundamente, a reconocer que en tiempos de agitación, la transformación echa raíces, incluso cuando el camino parezca ser incierto.
El camino que tenemos ante nosotros resuena con historias sagradas, tanto antiguas como nuevas. Como crecí en la comunidad católica mexicana multicultural de Chicago, presencié desde muy joven cómo la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe transformaba espacios ordinarios en santuarios de esperanza. Su rostro —en los manteles de altares en las cocinas, en los murales de establecimientos comerciales, en los bolsillos de billeteras gastadas— hablaba de un Dios que ve a los olvidados y exalta a los humildes. Ella no apareció ante los ricos ni los poderosos, sino ante Juan Diego, a quien el mundo consideraba insignificante y sin importancia. Este testimonio revela que la obra transformadora de Dios comienza a menudo en las márgenes, tal como María lo proclamó en su Magnificat.
La imagen de Guadalupe transformó las márgenes en lugares de esperanza sagrada, y del mismo modo que las voces de la justicia nos han llamado a ponerle atención a la transformación donde el mundo menos lo espera, también nosotros, como líderes de la Iglesia, debemos darle forma a nuestro gobierno no como guardianes de una institución, sino como administradores de un movimiento dirigido por el Espíritu. Este es nuestro cometido sagrado.
Al dirigirme hoy al Consejo Ejecutivo, no me dirijo solo a un órgano rector, sino al corazón del testimonio de nuestra Iglesia en el mundo. Las decisiones que tomamos aquí repercuten en la vida de todas las diócesis, de todas las congregaciones, de todos los solicitantes que voltean hacia la Iglesia Episcopal como un faro de acogida radical y amor transformador. Al tomar decisiones sobre la asignación de recursos y las políticas, ejercemos una influencia directa en la capacidad de nuestras congregaciones para servir a sus comunidades, ya sea al apoyar el reparto de despensas de alimentos en la región de las Apalaches, sustentar un ministerio con familias de inmigrantes en Los Ángeles o fomentar la reconstrucción de una pequeña parroquia de Puerto Rico después de un desastre natural. No se trata de una mera administración, sino de un acto profundamente sacramental de administración de la misión de Dios en nuestros tiempos.
Estamos en lo que las Escrituras llaman un momento de kairos, un momento en el que el propósito divino se cruza con la decisión humana. Las fuerzas que fragmentan nuestro mundo en cámaras que hacen eco al temor y la división nos llaman a encarnar una forma diferente de ser, que refleje el amor que vemos en Jesús, el cual trasciende las fronteras y expande la mesa. Nuestras promesas bautismales no son votos abstractos, sino compromisos concretos que dan forma a nuestro gobierno, a estas funciones para las que nuestro pueblo nos eligió. Cuando prometemos “buscar y servir a Cristo en todas las personas” y “luchar por la justicia y la paz”, describimos no solo el discipulado personal, sino la responsabilidad institucional.
Las aguas bautismales que nos marcaron como propiedad de Cristo para siempre nos vinculan a la promesa que trasciende los momentos políticos y las ansiedades institucionales. Pablo nos recuerda que nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los poderes que intentan dividir y disminuir la amada comunidad de Dios. Esta sabiduría espiritual nos llama a resistir no a las personas, sino a las fuerzas divisorias del temor, la exclusión y la indiferencia que corrompen nuestra vida en común.
Esto lo vemos en el compromiso plasmado en la decisión de nuestra iglesia de apoyar a nuestros socios religiosos en la protección de los lugares de culto como refugios de acogida. Esto no se trata de política, sino de encarnar la hospitalidad radical de Cristo en nuestras propias estructuras y políticas. El Evangelio nos impulsa a acoger al foráneo, a cuidar a los vulnerables y a garantizar que todos los que busquen refugio espiritual puedan hacerlo libremente.
Amigos míos, si no dirigimos con valentía, corremos el riesgo no solo de estancarnos, sino de volvernos irrelevantes. Si no estructuramos nuestra iglesia en consonancia con nuestros valores, corremos el riesgo de perder la confianza de quienes más nos necesitan.
En esta labor, nos sentimos bendecidos por el liderazgo profético del Obispo Presidente Rowe. Él nos recuerda que el gobierno y la misión son dos expresiones del mismo llamado divino. Pero esta obra no es solo suya, sino que es para todos nosotros. Como Consejo Ejecutivo, tenemos la responsabilidad no solo de responder a su liderazgo, sino de dar forma, apoyar y sostener juntos una visión a largo plazo de nuestra Iglesia para asegurarnos de que nuestro gobierno faculte a las diócesis para ser las manos y los pies de Jesús en sus comunidades.
Así, al abordar los asuntos que tenemos ante nosotros —desde la administración de nuestros recursos hasta la profundización de nuestros compromisos misioneros— cada punto del orden del día representa una oportunidad para demostrar cómo representar un liderazgo fiel en un mundo fracturado. Esta es la labor que tenemos ante nosotros: no limitarnos a hablar de justicia, sino estructurar nuestra iglesia de forma tal que se vuelva realidad. No solo nombrar nuestros valores, sino asegurarnos de que le den forma a la manera en que administramos los recursos, en que dirigimos nuestras diócesis, en que creamos organismos y políticas que encarnan el Evangelio.
El mundo anhela un cristianismo que dé testimonio del amor transformador y el poder redentor de Jesús, una fe que opte por tender puentes en lugar de levantar muros, por la comprensión en lugar de la acusación, por la justicia en lugar de la complacencia. Este testimonio comienza aquí, en la forma en que deliberamos, en cómo discrepamos, en cómo discernimos juntos el movimiento del Espíritu.
Así que, amigos míos, no debemos basarnos solo en el procedimiento, sino en la oración profunda y en la imaginación profética. Así como Guadalupe se le apareció a Juan Diego con una visión de esperanza, como María expresó la forma en que la justicia de Dios transforma el mundo, que el trabajo que hagamos aquí anuncie esa misma promesa divina, que a través de un liderazgo fiel y acciones valerosas, Dios está haciendo nuevas todas las cosas. Ruego para que cada decisión que tomemos refleje no solo quiénes somos, sino en quién nos llama Dios a convertirnos.
Gracias por su fiel servicio a esta iglesia a la que tanto amamos. Que el Dios que nos llama a renovar todas las cosas —quien convierte los valles llenos de huesos en jardines de esperanza— bendiga y guíe nuestro trabajo conjunto.rch